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El yaguareté permitió que Arasy lo montara, para viajar con la velocidad del viento, rumbo al Salto Encantado, donde se encontraba la cueva que resguardaba el cristal. El yaguareté le reveló a Arasy que solo una fuerza poderosa podría lograr encender la magia de esa reliquia.
—¿Y por qué yo? —preguntó curiosa Arasy.
—Tú no has huido del miedo cuando me viste, ni has intentado matarme con tus palos filosos. En lo más profundo de tus ojos, reside el secreto de la selva, su fuerza —respondió el yaguareté.

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Ambos se adentraron en la profundidad de la cueva en busca de la piedra. Que sorprendentemente comenzó a destellar cuando Arasy se acercó lo suficiente, para agarrarla y llevarla al centro de su pecho. En ese momento, el yaguareté lo supo: Arasy poseía el espíritu de fuerza ancestral.

Lo que sucedió a continuación, quedó grabado en su corazón por el resto de su vida. La luz se volvió tan intensa que Arasy deseó llevarla fuera de la cueva y liberarla hacia el cielo. Desde lo más alto del Salto Encantado, Arasy a lomo de Tekove Poti, el protector de los seres, alzó la roca.

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Y como arena resplandeciente, se desintegró y fue llevada por una brisa fresca hasta lo más alto del firmamento. En ese instante, la luna volvió a brillar, bañando con su luz, la selva. Para la felicidad de Arasy y de su nuevo amigo.

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